martes, 27 de enero de 2015

La elegancia de batir un palo en la garganta

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Práctica 6; Críticas sociales.

El primer recuerdo que guardo de Madrid es el olor ahumado del denso tráfico navideño al transitar la Gran vía rumbo a Canillejas. Tenía 14 años y a partir de aquel momento el chalé de ladrillo color tierra y tejado de pizarra serrana se convertiría en el hogar y gesta de mis triunfos y fracasos.
La tarde lluviosa nos recibió entre los estruendos eléctricos que dotaban a la ayudante de entrenadora de un semblante serio mientras aguardaba impaciente bajo el porche impermeable. Con un marcado acento que revelaba su origen rumano nos hizo saber cuán afortunadas éramos, pues aquella noche degustaríamos una cena por tratarse de la primera. Antes de saborear la merluza hervida acompañada de acelgas sin aceite y tres diminutas zanahorias tuvimos que enfrentarnos a la báscula, primero las residentes senior y posteriormente las novatas. Para proceder al vespertino ritual me desnudé, acudí al baño y me tomaron las medidas escribiendo y mapeando todos los recovecos de mi dúctil y espigado cuerpo. Peso, altura, índice de masa corporal, estructura ósea y defectos o carencias anatómicas. Aquellos documentos se convertirían en algo más que un simple historial médico en el centro, pues sobre dichos papeles se grababa y sancionaba a fuego la disciplina que cada día tatuaba mi dócil torso.

Poco a poco el chocolate, los batidos, la bollería, los lácteos e incluso cualquier forma de postre fueron convirtiéndose en recuerdos del pasado, y como si del síndrome de Estocolmo de tratara yo también comencé a aborrecerlos. La diferencia entre una décima abajo y la gloria podía recaer en un simple mendrugo de pan.

Meses más tarde intensificamos los entrenamientos, habíamos obtenido la clasificación directa para Atlanta 96 y fuimos la revelación en los mundiales húngaros batiendo a las rusas y búlgaras. Sin embargo todo éxito requiere algún tipo de sacrificio, y aquello implicaba perder al menos tres kilos adicionales para ejecutar más grácilmente los ejercicios y aparatos. No me preocupaba en exceso, para entonces yo ya dominaba la elegante técnica del batir armonioso del palo en la garganta. La danza caníbal del agitar la campanilla con tus propias manos mientras el olor a ácido gástrico inundaba el baño y nublaba mi frágil conciencia.

Sin demasiadas pretensiones llegó el día en que debíamos brillar sobre el tapiz. Los nervios matutinos se entremezclaban con las sesiones de maquillaje y peluquería en las que debíamos recuperar la visible carencia de pelo. Llegó el momento de salir. Como si se tratase de una droga, los dos minutos que duraba la exhibición final consistían en flotar en el aire acompañando a los aros y pelotas, sincronizándote con ellos y aspirando a ser más ligera y liviana que las cintas de colores que pululaban en todas direcciones. La visión se nublaba ante el sobreesfuerzo físico continuado y la falta de reservas energéticas. Pero debíamos seguir danzando, tocando el cielo con nuestros delicados dedos y acariciando las mazas como si se trataran de volátil seda. El ejercicio culminó exitosamente y aquel día me consagré como una niña de oro, una campeona olímpica gorda de 43 kilos a la que sus padres contemplaban con horror mientras una jauría enloquecida jaleaba y nos rodeada de micrófonos.


Héctor Puente Bienvenido 

1 comentario :

  1. Me ha gustado mucho cómo has conseguido narrar la crítica desde un punto de vista optimista, tan deformado como la propia visión de la protagonista, perfectamente condensada en ese "gorda" final. Y cómo la protagonista deforma su visión ha sido muy logrado, con ese paso del deseo de dulces y demás a aborrecerlos por considerarlos una carga. Muy bueno realmente.

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